miércoles, 13 de agosto de 2008

Crujen.

En el fondo, cuando uno comienza a recuperar recuerdos, es como el otoño: los recuerdos caen, como hojas y cuando topan el suelo quedan frágiles y son fáciles de pisar.

Pero por más que uno pisa las hojas, los fragmentos quedan.

Y permanecen.


Gabriela miraba hacia el horizonte, que se escondía tras edificios, en medio de un parque teñido de cafés y naranjos. Las hojas crujían cuando Gabriela daba pasos para esconderse del sol que se ponían detrás de un anuncio de gafas para miopes.

Las hojas crujían y mientras sostenía un cigarro pensó que quería llorar. Pero no pasó nada.


Las calles de Santiago pueden ser tan alegres como deprimentes. Cuando el sol se pone y son las micros las llenas y no las calles, los callejones y callejuelas de la ciudad son el lugar idóneo para tratar de encontrar las cosas que uno perdió.

Si es que uno recuerda qué es lo que perdió.


Gabriela no sentía el cuerpo. Sólo se miraba en los aparadores y se toqueteaba la cara para recordar que estaba allí. A pesar de los años, su cara seguía idéntica. No había arrugas, nada había cambiado.

Lo único que sí había cambiado era la soledad.

Antes se sentía. Hoy era real.


Releyó el papel delicado con la fecha y con algunas palabras. Y la foto. Pero a pesar de todo aún nada salía. Todo estaba adentro y ella sabía que lo olvidaría. Que ella misma se obligaría a olvidar.

¿Cuántos años pasaron de llorar en silencio? En silencio y soledad. Y hoy, sola en ese parque, en esas callejuelas perdidas, casi alejada de todo contacto humano a excepción de las luces de casas y edificios a la distancia, no podía.

¿Quería?


A pesar de que por años lo evitó, encendió otro cigarro más. Nunca supo cuando todo se perdió. Cuando comenzó a cambiar, no era una decisión, sólo había pasado.

Y hoy, hoy era peor que ayer.

A veces tener carrera, tener un experimento llamado vida, y poder reír en el día no bastaba. El vacío que venía acarreando durante años jamás pudo curar. Hoy el agujero que llevaba por dentro se hacía notar en sus ojeras y en sus dedos amarillentos y vendados.


Si algo la acompañó durante los años, era la noche. Las estrellas, sus pensamientos deplorables y el vacío. El tiempo siempre le quitaba las pequeñas posibilidades que tenía de poder escapar de la realidad. Hacerse un espacio para ella más del que tenía para lamentarse y ver el día pasar como película fome.

Y repetirse, una y otra vez.


El funeral había sido largo. No debía estar ahí. Fue más que nada por acto de presencia. Ella sabía que el cuerpo que estaba dentro de ese cajón era sólo un cuerpo muerto. Ya no era él. No había porqué estar ahí. Ni siquiera se acercó al féretro, tampoco fue al entierro. De eso ya más de unas seis horas.

Seis horas de silencio y de recuerdos y de ganas de querer virar.


Debería llover. Sería más estético, más acorde a la situación. Pero las cosas jamás pasan como uno quiere.

¿Dónde quedó todo?


Recordó casi esbozando una risa todos los momentos que rió junto a él. No había sido tan malo como pudo pensar. A veces reía sinceramente. A veces demasiado. ¿Podría haber sido todo real? Ya no importaba, ya todo se había esfumado.

Pero aún así, los recuerdos, los chistes que aún estaban grabados a pesar de la mala memoria, las noches conversando sobre el hoy, porque el mañana era tabú; aún estaban. Algo resquebrajados en el suelo, pero estaban, y se veían, y olían. Se podía tocar.


Una vez estuvo aquí, conversando con él. Tratando de abrirse, pero siempre en la misma situación de ocultar todo. No recuerda si alguna vez se arrepintió de no lograrlo. Así era, era lo normal. A pesar de haber intentado cambiar varias veces, siempre terminó en el mismo resultado. Pero ya no era malo, ya no era un cacho, era como era y como supuestamente tenía que ser. Pero nunca debió ser así.

Se sentó en una banca y luego de ver los columpios, inmediatamente se paró y tocó las cadenas frías y no pudo resistir mecerse, haciendo rechinar el metal, quebrando el extraño e inexplicable silencio que se había formado.

Aquí estuvo una vez, conversando, tratando de abrirse. Probando suerte de nuevo. Trató de imaginar si alguna vez se sintió bien en estas andanzas. Hoy que le dio pena, en realidad, cuando se enteró y le dio pena, supo que sí, que se había sentido bien.

Eso era lo que lo empeoraba todo, lo que lo distorsionaba todo.


Nunca nada fue serio. Eso lo puede jurar. Los errores nunca fueron de verdad, sólo fueron cuestiones del momento, de tratar de evitar, de borrarse y negarlo todo. Las ilusiones, las entregas a medias, todo eso no había existido. Fue necesario errar para darse cuenta de ello, pero al menos, hoy, habían servido.

Hoy ya no cometía esos errores. Y eso, lo había aprendido de él, aunque quizás él nunca lo dijo con palabras.

Él le había enseñado a dejar de errar.

Pero aún así fallaba.


Y pensar que tanto lo alejó. Que el miedo la hizo poner más barreras de lo habitual.

Por temor a decepcionar, por lata a que las capas que la protegían cayeran de a poco.

Y ahora no estaba, ahora ya no podía molestar más. Pero no molestó. A pesar de los años y años de separación, esos, que más la memoria, habían tapado el pasado, hoy lo podía recordar todo. Hoy que había partido para no volver.

Hoy todo estaba más claro que nunca.

Las muertes tienen esa característica, ese efecto.

Esa… ¿gracia?


Mecerse, con el viento. Igual las cosas estaban mejor que antes. Quizás esto era sólo un lapso más. Otro de los comunes. O tal vez no. Sólo una perdida.

Otra más. Aún así, quizás hoy todo estaba mejor. Quizás mañana este vacío en el pecho que sentía, o los recuerdos de él y todo lo que esto conlleva, desaparecerían. Y la vida seguiría su curso normal.


Unos pasos acercándose interrumpieron el silencio. Gabriela se volteó y miró esa cara que conocía tan bien.


-Te busqué, toda la tarde. Cuando no te ví en el entierro, acabada la ceremonia, partí a buscarte. -Era Fernanda, prima de él. Y quien había sido su confidente, amiga y soporte años atrás.

-Sí, lo siento. Me daba lata, supongo que recuerdas como era.

-Demás. Emm…, en todo caso, da lo mismo. Quería conversar un rato. Quizás tenías ganas de llorar o qué sé yo. Quería sostenerte, como antes, como cuando no salíamos si la otra no iba.


Gabriela rió un poco mientras los recuerdos de sus carretes y tonteras se mezclaban con los del momento y las situaciones y el futuro incierto.


-Tranquila, estoy bien.

-Sí, supongo. También quería darte esto. No sé, no tengo idea porqué. Pero hoy cuando limpiábamos la pieza encontré esto. Me llamó la atención, pero no la abrí.


Fernanda sacó una carta amarillenta y algo manchada. Decía el nombre de Gabriela y tenía fecha de hace un par de días. Dos, antes de su cumpleaños.


-¿Y eso?

-No sé, por eso te digo. Pensé que debía pasártela. Total, es para ti.


Gabriela tomó el sobre y dudó antes de abrirlo. Tomó aire, él siempre decía cosas raras.

¿Y una carta? ¿Después de tantos años?

Con sus dedos amarillentos extrajo el papel de impresora y empezó a desdoblarlo. Las letras eran a mano, con tinta azul, de lápiz Bic. Era sólo una hoja, por una plana.

Comenzó a leerla.

¿Cómo? Gabriela releía las últimas líneas de la carta una y otra vez para tratar de asimilarlas. De primeras se asustó. Pero después de unas diez veces de releer comenzó a llorar. Sin vergüenza, casi sin sonido, sólo berridos que luego terminaron como un llanto completo. Fernanda la miraba y se acercó para abrazarla, pensando que Gabriela la iba a rechazar, pero para su sorpresa, la abrazó, fuerte, sosteniendo la carta en su mano casi tan fuerte para arrugarla. La abrazaba y lloraba.

Por fin, después de meses, de días, de tantos motivos y todo, después de hoy, podía llorar, libre y descartando la soledad.


-¿Qué pasa? ¿Qué dice? ¿Estás bien?

-Sí, Fer, estoy bien. Mejor que nunca. Hoy, a pesar de todo, me siento bien.

Aunque ya no está, aunque los años pasaron, aunque todo se fue a la mierda, aunque a mí nunca me importó nada, aún así y a pesar de todo, el muy tonto sigue diciéndome estupideces. Aun trata de hacerme reír.

Y parece que aún estuviera aquí…

-No entiendo…

-Yo tampoco. Sólo basta saber que hoy podré avanzar de nuevo. Tonto…


Las hojas crujían, mientras el llanto de Gabriela se iba apagando de a poco.

Las hojas crujían y hoy quizás sólo había sido un lapso. Nada importante, algo que suele pasar.

Pero, a pesar de todo y por alguna razón, el pecho de Gabriela ya no estaba tan vacío cómo antes.


-Quiere llover.

-No, ya no lloverá.

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